La herida primigenia por Gemma Urraka
Un sedal une el punto de partida y el destino. A un lado la madre, al otro la hija. El hilo es finísimo, apenas visible, pero duro, resistente, irrompible, y traslada de un lado al otro el sustento de la vida. Elisabeth Navarro Hernández usa las yemas despellejadas de sus dedos para deshacer los nudos uno a uno ―desanudarse o des-nudarse― y después, valiéndose solo de sus dientes―como arma― muerde el sedal hasta romperse las encías. El dolor se extiende más allá de su cuerpo: de esta mordida ya no se salva nadie.
Para escribir El alimento no basta con desnudarse, es preciso arrancarse la piel a tiras. El resultado es un cuerpo que se resquebraja. Un cuerpo que alimenta, que es alimentado y que niega el alimento. Un cuerpo que atiende, llora, rompe, suena, muerde, arde, muere. Un cuerpo que cruje al romperse, que mengua hasta desaparecer, que se deshace para poder volverse invisible. Navarro agarra las palabras por los nudos y trata de desmaterializar el mundo, su mundo ―hasta que ya no quede nada—. Detrás de la materia se enfrenta al dolor, y ahí, en ese vacío, todavía se pregunta: ¿qué nacerá de mí tras mi desecho? La búsqueda de su poesía: destruir, deshacerse, desaparecer.
madre,
en ti la herida
y en mí la cicatriz, dice. Así entendemos que la relación con la madre es un espejo de la relación con el propio cuerpo. Porque todos nacemos marcados y este nunca nos pertenece del todo. Porque siempre habrá un nudo que nos recuerde que venimos de otro cuerpo, que estamos en deuda, que no somos un lienzo en blanco y que, si queremos escribirnos, deberemos hacerlo sobre lo que otros antes escribieron con su sangre. Así, eliminar el cuerpo parece ser la única forma de arrancar a la madre, de silenciarla. Dos únicos caminos para dejar de sentir la culpa: alumbrar a la madre o matar a la hija.
Viajemos a la herida primigenia, que no es otra que la vida misma, que no se elige, sino que otros eligen por ti. La pregunta por ser madre lleva de forma inevitable a la pregunta por ser hija. ¿Cuánto hay de nosotras en nosotras y cuánto de los discursos ajenos? Una es en función de lo que construyeron de ella, de lo que dijeron de ella y a ella. Siempre las palabras creando realidades. La hija es a la madre lo que a esta le falta, lo que desea y, por lo tanto, todo cuanto no ha alcanzado por inalcanzable. La hija es una montaña de expectativas que nunca se van a cumplir. Este texto se gesta en un momento insoslayable, el momento en el que surge la cuestión original de la “hijidad”: el quiebre, la ruptura. Ahí empieza el proceso de deconstrucción, el viaje a la infancia para llegar al corazón de quiénes somos “a pesar de” los otros, quiénes somos cuando logramos derribar el mito de “mamá”.
Algunas cosas solo se aprenden desde el cuerpo. Ni siquiera la palabra es capaz. Por eso la anatomía tartamudea y tiembla para luego derrumbarse para luego volver a ponerse en pie. En esa verticalidad hecha poema acarrea todo el peso de las palabras que produjeron herida, palabras que hoy son moldeadas a golpes hasta convertirse en salvavidas o en cuchillos.
Olvidamos con insistencia que pertenecemos al reino animal. Y en ese olvido es donde surgen las guerras, propias y ajenas, las culpas y rencores. Volvamos a la carne siendo solo carne. El cuerpo se salva a sí mismo cuando recuerda que no es más que un animal que respira. Navarro se despoja de todo atributo humano arrancando, pétalo a pétalo, la humillación, la ira y la vergüenza hasta quedarse con la esencia de la animalidad, convertida en depredador, roedor, larva. La animalidad la salva, hace frente al dolor, lo muerde y lo entierra como un hueso para después permitir a la fiera cabalgar libre por el campo abierto de la página.
Este cuerpo es razón de guerra, campo de batalla, armadura, escudo y bandera de la paz ondeada al viento: porque lo único que quiero es llegar al corazón y darle el amor que tú nunca le diste. La autora toma una rabia contenida durante décadas y la expulsa por las puntas de los dedos. Se desprende de su propio cuerpo, de la carne limitante, hasta deshabitarlo para poder observarlo desde otro lugar más elevado como algo que ha entregado a los demás y ya no le pertenece. Hace falta la violencia, sí, pero el castigo no es solo autoinfligido. Tengo miedo, dice la voz poética. Y al hacerlo, se autoproclama cobarde. Pero yo solo percibo valentía.
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