paisaje ruta
Debería estar contenta, preparar la maleta, celebrar el tiempo libre. Pero a cambio estoy aquí, sentada en la mesa blanca, escribiendo con la mano rota, para no contagiarme de las tenias que le han salido a la gata. Ella sabe que algo pasa, se muestra más cariñosa de lo normal como si fuera capaz de sentir la culpa. Me paso el día mirándola, vigilándole el trasero, el color y el olor de las heces. Mañana me voy de viaje, me desocupo de mis tareas, esa versión mala de mí misma que no agradece lo que hace, que no ama, que se niega a compartir la carga. Nadie mantiene tan impoluta la angustia como lo hago yo. Se me acumula el calor en las mejillas. Sigo escribiendo. A veces lo hago del revés sin darme cuenta. Escribo cuando estoy sola, cuando los otros, sujetos sin nombre, me dejan sola. Mi cuerpo, una isla.
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Día 1, lejos del ecuador
Vuelvo a ver el mar. Hay una ventana grande en esta nueva casa. Desde la cama, mientras uno duerme, se puede ver el mundo que hay afuera.
Día 2
Escribo a mamá por la mañana. Duermo y me despierto a cada rato porque me preocupa el estado emocional de Julieta. Aquí, aunque acompañada, soy capaz de percibir la soledad de la gata, del animal que será un objeto más de diversión de las fiestas de este pueblo. Le quemarán los cuernos, le dejarán suelto por la plaza. La muchedumbre gritará su nombre humedeciéndose los labios por el sabor amargo de la bebida, del oleaje. Lloro al pensarlo. Comparto con mamá lo que descubro. Le digo que a las mujeres de su edad el sufrimiento del animal les divierte, les hace gracia. No está prohibido, me pregunta. Le digo no, en este pueblo no. De pronto mamá se acuerda de las vaquillas cuando era niña. Veía a la vaca como a un demonio. El festejo se celebraba por la noche para crear un caminito de fuego sobre la tierra. Me quema la tráquea. La comida se me acumula en la garganta como si fuera una masa madre. El terror hace que salive más de la cuenta, más deprisa, me preocupa parecer una niña chica. Me pregunto si a las niñas de este pueblo les gustará ver al bovino así o si serán como mi mamá antes de estar enferma, si pensarán que esto es cosa del demonio.
Día 3
Dan lluvias. La mujer de la cafetería dice que para saber si la lluvia trae peligro miran a la montaña, se fijan en ella. No voy a poder sumergirme en el mar hoy, fingir que el cuerpo ha muerto, cubrirme de agua hasta las orejas. Contemplar el cielo. Me calma ser paisaje, dejo de estar presente en las cosas que soy yo.
Cae la primera gota de agua lluvia en el cuaderno.
Día 4
Paseamos por la plaza, golpean la valla roja. Aunque mamá no lo nota, me siento incómoda, pequeña. Veo a la gente buscar refugio entre las barreras. Intento no mirar, atender a mamá, escuchar lo que dice, pero la atención se me desborda por los márgenes. Hago una panorámica. Agarro con fuerza la mano de Juan, simulo el latido de un corazón. Fuera del pecho, de mí misma. Descubro que me cuesta escribir por las noches. Un sueño ligero: hay una cala, una colina, un árbol que recoge mi cuerpo.
Día 5
Iba a llamar a mamá, pero no quiero que me escuche llorar al otro lado de la línea. Mamá y yo hablamos cada día ahora que vivo fuera aunque sea algo transitorio, fugaz, un pequeño anhelo cuando pase el tiempo, cuando vuelva a despertar en la casa, al tener una propia.
Mirar el mar, hacerlo fijamente, memorizar el movimiento del agua. Quedarme tendida observando cómo se ilumina la tapia. Olfatear las sábanas. Ir a la cala cuando esté sola. Nadar como me enseñó mi madre, simular el movimiento de un anfibio. Tragar agua, sentir el efecto de la sal en la garganta, toser como una mujer vieja. Pensar en Pura, en la vida que tuvo, en sus dos hijas.
Día 6
Las toallas están húmedas. Es extraño porque ayer no las saqué de la nueva casa. Sí la rosa de flores cándidas que utilizaba mi mamá para cubrirse del sol al salir del agua, para quitarle el cuerpo a la arena. Juan no lo sabe, pero desde aquí, ahora, veo a la mujer que vive en la villa blanca. Yo también me despertaría temprano como hace ella, se escucha con fuerza el oleaje, no es necesario afinar el oído, los instintos, el corazón. Juan me ha sacado de un mal sueño. Lo primero que he visto ha sido su pecho, su cuerpo, sus manos recogiéndome del llanto, agarrando las mías con fuerza. Después ha retirado las cortinas dejando desnudo el ventanal. No quiero olvidar la imagen de la villa, del cielo pálido, la delgada línea sobre la piedra clara que dibuja el mar. Hay una vida inmensa fuera de los muros, la cabeza, la casa infantil y familiar. Lejos del ecuador.
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